A eso quedé reducido

Publicado en por Daniel Ramirez

Iba leyendo a Bolaño. Con el tiempo, y a fuerza de costumbre perfeccioné mi técnica para leer de píe dentro de un Transmilenio en movimiento y lleno de gente. Al principio costó algo de trabajo mantener el equilibrio sosteniendo el libro con ambas manos. La postura de un píe adelante y otro atrás, separados formando una suerte de arco, y procurando recostarme contra la puerta, o a una de la varillas de sujeción, o a cualquier cosa -o persona-, se hizo natural, instintiva. Iba leyendo a Bolaño, Llamadas telefónicas, Sensini. Una vez me monté en el gusano gigante -detrás de mí entró una horda que en un segundo me tiró contra la ventana-, me puse en posición, y sin mirar saqué de la maleta a Bolaño. El libro púrpura estaba nuevo. Me lo prestó Juaco. Lo compró esa tarde y yo lo destapé. Me lo dio en la universidad cuando le conté que por la mañana había terminado el de Borges. Estrénese este, dijo Juaco sacando Llamadas telefónicas de una bolsa. Tiene ocho días mientras yo termino el que estoy leyendo. No conocía al tal Bolaño pero lo recibí de buena gana, el Juaco tiene muy buen gusto. Iba para mi casa a ver una película, o a leer, o a dormir, o a aburrirme como todos los viernes, daba igual. El bus se movía intermitentemente, y en cada parada se embutía más gente quejumbrosa. El frenón más fuerte hizo que una señora me clavara el codo en las costillas, entonces me acordé de la vez que un tipo también me clavó el codo en las costillas jugando fútbol y de cómo mi primo le rompió la cara de un coñazo por eso. También me acordé de la vez en que mi primo, unos amigos y yo fuimos a escalar. Ese día se me rayó el reloj con una piedra, el que me costó cincuenta mil pesos en San Andresito. Hice cuentas mentalmente y cincuenta mil pesos era lo que tenía entre lo que había ahorrado esa semana y la plata que me dio Marcela por haberle hecho el ensayo de Unamuno, lo suficiente como para comprarme uno o dos libros y comer algo en Unicentro. Cerré el libro de Bolaño, y con trabajos me bajé en la siguiente estación, la de la 127.

No tenía afán así que caminé despacio hasta Unicentro pensando en el reloj que dañé escalando -cómo me gustaba-, en un idiota que llevaba el radio del carro a todo volumen, al punto que el chis-pum se nos metía en el pecho a todos los que íbamos por la acera, y en lo bonito que sería ir, desmontar el radio y bailar chis-pum encima de él. No te rayes, hubiera dicho Sofía si todavía estuviéramos saliendo. Y por algún tiempo -el que estuve con Sofía- no me rayé por nada, hasta que peleamos y volví a rayarme con cierta frecuencia. ¿Qué será de la vida de Sofí?. Unicentro estaba lleno de mocosos de colegio por todos lados. Claro, los viernes siempre es así, ojalá me hubiera acordado. Bueno, quería comprar Pedro Páramo y uno de Cortazar, el que fuera, y comerme un burrito. Antes que nada fui a lavarme las manos, tenerlas sucias me hace sentirlas pesadas como un par de barriles. Fui a la librería y empecé a recorrerla -cuando no hay prisa uno se toma todo el tiempo del mundo para ver libros- con el firme propósito de terminar mi paseo en la sección de Literatura Hispanoamericana en donde Rulfo y Cortazar iban a estar esperándome; después el burrito, pensé. Ya llevaba como veinte minutos leyendo contraportadas de libros cuando Antonio me sacudió de una palmada en la espalda. No nos veíamos desde hacia rato, como dos años, calculo. Toño y yo nos cansamos de hablar en medio de las estanterías de la librería y nos fuimos para el café del centro comercial. Mi plan era volver por los libros, en serio, pero se me embolató el camino, y no sólo ese día. La conversación fue igual que todas, Antonio habló de todo y yo de muy poco. El tipo se había ido a Inglaterra, había vuelto, se compró una moto y la vendió para comprar un carro, y lo vendió para irse para Australia, y terminó con Mariana, y volvieron, pero terminaron otra vez porque ella se fue a vivir a Lima con los papás, y ese día estaba en la librería comprando unos comics cuando me vio. ¿Y usted qué? preguntó, bien, dándole, respondí con simpleza, y es que Toño no es el tipo de persona a la que uno le cuenta que ya no anda con Sofía porque esa vaina no iba para ningún lado y que estaba mamado, o que ha decidido no volver a componer porque sólo sale basura, mucho menos, que uno está seguro de que su destino es estar sólo, porque por alguna razón no se aguanta ninguna vieja. Pero con todo eso quiero a Toño y es mi amigo, no el de hablar, más bien el de ver muy de vez en cuando –preferiblemente por casualidad- para tomarse un café en Unicentro una tarde en la que todo da lo mismo. Menos mal que Antonio está tan ocupado contando sus ires y venires que no se molesta en conocer con detalle los de los demás, así es mejor, prefiero no decir mucho. Me dio gusto hablar con él, me dio gusto encontrármelo, y me dio más gusto que pagara los cafés. Nos vemos en unos cinco años, pensé con algo de nostalgia cuando nos despedimos. De verdad que quiero al Toñito.

El principal problema para que usted no se meta con ninguna vieja es usted mismo, me dijo Juaco un día, es que se pasa de neurótico, con todo respeto, me advirtió, ese ego suyo es el caparazón en el que se esconde cuando lo intimidan, por eso cualquier vieja por bonita -o fea- que sea para usted termina reducida a una pobre bruta con la que no se puede ni hablar, se lo digo por puro cariño, porque los amigos se deben escupir esas vainas en la cara. ¿Por qué no les da una oportunidad? No le estoy diciendo que se las cuadre, pero siempre es bueno tener amigas, además, uno no puede ser sólo profundidad, hay que relajarse, vea que en cualquier momento llega la que le da tres vueltas sin importar lo bruta, y se le devuelve el taponazo.

Toño cogió para la izquierda, yo, por supuesto para la derecha, así tuviera que dar una vuelta larga para volver a la librería. El libro de Cortazar que quería, y ya estaba decidido, era Todos los fuegos el fuego, ese lo leí en el colegio y alguien me lo robó. Era un buen momento para recuperarlo y releerlo. Entré a orinar, luego seguí caminado y cuando pasaba frente a la tienda de discos la vi. Nadie lo notó estoy seguro. A ella seguramente no le hubiera gustado la forma en que la miraba. No, nada de morbo, más bien era un cóctel de miedo y extrañeza el que me estaba tomando. Supongo que a estas alturas es obvio que no fui capaz de quitarle los ojos de encima en un buen rato; me la aprendí de memoria, el cabello, los ojos, la piel, las manos, los labios brillantes, incluso el cuello largo. Debía ser tan alta como yo, pero no se fíen de mi habilidad para calcular esas cosas. Aunque me sonroje, espero que entiendan el que me quede así, debo reconocer que empecé a respirar agitadamente, y que una ansiedad se me metió en el cuerpo repentinamente, como si estuviera esperando una noticia de vida o muerte. Pero yo no era el único que la observaba, ya que sus movimientos, para nada vulgares, aclaro, no le permitían pasar desapercibida. Sin darme cuenta me acerqué hasta que la tuve enfrente, y atrás en tamaño natural, y a mi derecha en un afiche gigante. En la pantalla que tenía delante de mí ella seguía cantando sin parar de bailar. Venga míreme que yo sé cuando usted dice mentiras. No joda, es en serio, mucho imbécil, respóndame algo, ¿en qué momento se volvió tan idiota como para tragarse de una culicagada que vio en un DVD que tenían puesto en una tienda de discos?. No, que pena pero es en serio, usted definitivamente perdió el sentido de las proporciones. ¿Cuántos fue que cumplió? ¿2…?. Por eso, cómo un tipo de veintitantos años que ya terminó una carrera, y que va por la mitad de la segunda, que dizque lee y lee, que no se aguanta “la superficialidad que asfixia a la mayoría de la gente”, sale con una vaina de esas, Benjamín. La perorata de Juaco duró como dos horas. Hablaba y hablaba, y estoy seguro de que quiso darme en la jeta pero se contuvo. Estaba indignado, indignado y preocupado, tal vez más que yo. Bueno tiene que quitarse la pendejada, eso debe ser estrés o algo así. Fresco que yo lo apoyo para que recupere la sensatez y vuelva a ser el mismo de antes, y tranquilo que no le voy a contar a nadie. Lo más importante es que no vuelva a ver ese DVD. Ah, porque ese día me compré el DVD en que el salía Helena. Mi último resguardo de sensatez me lo gasté saliendo de la tienda discos. La vieja aguanta, pero no es para tanto, me dije intentando recordar el camino a la librería. No había dado ni veinte pasos cuando me devolví, compré el DVD, y procurando que nadie me viera, lo guardé en la maleta junto al libro de Bolaño. Con los cinco mil pesos que quedaron pagué unas pilas para el control remoto y me devolví a mi casa. Llegué, saqué el disco de Kill Bill Vol.1 del aparato y puse en el que salía Helena, un concierto que su grupo había dado en Buenos Aires. Lo vi toda la noche, especialmente las partes en las que Helena cantaba. Ella lo hacia bien, no era una cosa salida de lo común, no desbordaba talento, pero lo hacía decentemente. Verla y oírla me estremecía, no exagero, sus movimientos me cortaban el aliento.
Antes de contarle todo a Juaco yo mismo me dije mil o dos mil veces lo mismo que él casi me gritó haciendo un esfuerzo por no salirse de sus casillas. Lo que estaba pasando era una ridiculez descomunal y yo era su único doliente. Claro, luché a brazo partido, y no me resigné hasta el último momento cuando todo estuvo perdido. Eso -me excuso por ser tan genérico cuando me refiero a… a eso, si eso, a haberme casi enamorado de Helena, lo dije esta vez y no pienso repetirlo- me quitó media vida, no soy drástico, así fue. Me caí mal, muy mal, tanto que no quería volver a verme, porque ese no era yo, no, era un tipo que esperó pacientemente un instante de flaqueza, y me sometió con una llave de lucha libre, hasta que finalmente me rendí. Pero repito, di la pelea, traté de sacarme de la cabeza toda esa idiotez y recuperar la cordura, me encerré en el estudio, traté de escaparme a Troya, a Venecia, a París, a Barcelona, incluso a Macondo, pero todo fue en vano, y por las noches, con el cuerpo cansado de nadar contra la corriente, siempre terminaba en los brazos de Helena, es un decir, siempre terminaba frente al televisor viéndola mientras cantaba. Dediqué muchas horas a ver en cámara lenta y a repetir una y otra, y otra y tal vez otra vez sus guiños. A eso quedé reducido. Helena me convirtió en eso, en el campo de batalla de una guerra, en la que fui yo mismo el que puso los muertos -ahora poco a poco se recuperan-. Ella fue la culpable de que me cortara la cabeza y la botara por la ventana.
El día que firmé conmigo mismo las capitulaciones en las que me comprometí a asumir eso como un hombre así pareciera un adolescente, le conté todo a Juaco. Me prometí a mi mismo no cometer más estupideces, y afrontar eso con gallardía, nada de andar por ahí cantando las letras tontas del grupo de Helena, y mucho menos comprando afiches para pegarlos en el cuarto, y menos afiliarse a algún club de fans, eso hubiera sido demasiado. Una cosa era ella, y otra todo ese mundo fashion que la rodeaba. El hecho de ser valiente no significaba perder la dignidad pavoneándose por ahí de la propia miseria, por eso además de Juaco, nadie supo nada de eso. Cuando terminó el semestre, hablo de unas dos semanas después de ese día, todo estaba controlado. Mi vida continuó normal, con la salvedad de que tenía a Helena la mayoría del tiempo en la cabeza. Estaba siempre pendiente del final del noticiero para ver si de pronto ella salía en una entrevista. Creo que ella es un tanto tímida, si yo sé que al verla bailar no parece, pero así es, es de pocas palabras -¿o de pocos sesos?-, eso lo noté tras hacerle un profundo estudio a las respuestas que daba en televisión. Gracias a Dios nunca llegué a coleccionar recortes de prensa, ni a llamar para ganarme la camiseta oficial del grupo, ni cosas de esas que hacen los tarados que se fijan en alguien inalcanzable. Menos mal, porque ya me había rebajado suficiente. Por esos días escribí una canción, obviamente para Helena e irónicamente la mejor en mucho tiempo. No tiene nombre, siempre tengo problemas en esa parte de ponerle título a las cosas, incluso en este momento. Dice algo así como, bueno si tuviera un piano o una guitarra al menos, cantaría ahora mismo una estrofa, pero el pudor me impide hacerlo sin acompañamiento. Dejémoslo en que es una buena canción, por favor. También llené un cuaderno con posibles letras, está bien con ‘poemas’, que resultaron iguales de ridículos a toda la situación. Me gustaba pensar en Helena como mi Beatriz, idealizada cómo mi guía personalizada por el cielo; me servia como atenuante en el tamaño de pendejada que estaba viviendo. Por esos días leí poco, y eso es lo que más vergüenza me da de todo el asunto. Dejé tirados mis pobres libros que siempre han estado ahí, leales, para irme con una vieja. Inclusive me gasté la plata de Rulfo y Cortazar, de Rulfo y Cortazar, en un DVD. Llamadas telefónicas, el de Bolaño, se quedó con el separador en la pagina once hasta que volví a sacarlo para que me hiciera compañía mientras hacía una fila de cómo cinco horas, para comprar una boleta del concierto que iba a dar el grupo de Helena. Aunque yo había prometido conservar mi dignidad y no ceder a los fanatismos, no podía perder la oportunidad de verla, así la cita fuera en el Campín con treinta mil personas alrededor y pocas probabilidades de que me determinara. Lo siento Roberto. En la fila avancé como seis cuentos del libro a pesar de la gritería de los mocosos que también querían comprar su boleta -estaban extasiados ante la posibilidad de ver al grupito ese-, llevaban camisetas, carteles, pulseras y cuanta cosa consiguieron. Yo en cambio estaba ahí movido por un motivo muy noble, mi amor hacia Helena, para mí todo era una cuestión más profunda, visceral si se quiere. Por mí hubiera fumigado a todos esos niñitos a patadas en ese mismo instante. Cómo se puede ir por la vida enganchado a cosas tan tontas. Les decía: en la fila avancé como seis cuentos del libro. Hacia como un mes que no leía nada, y fue como salir de un cuarto en el que se echaron un pedo, casi me sentí como el de antes.

Cuando tuve la boleta en mi mano se me fueron las luces, casi me voy al suelo de la emoción. Para que no se arrugara la boletita la metí entre el libro, me subí en el Transmilenio, y durante todo el recorrido no descuidé la maleta ni un segundo, que tal que me la roboran. Juaco no supo nada del concierto, y así fue mejor, a él le dio muy duro todo este asunto, y apenas ahora está logrando volver a la normalidad. Quedaban menos de ocho días para que viera a Beatriz, esto, a Helena. La espera se tornó en un ¿ya casi llegamos?, ¿ya?, ¿ya casi?, ¿Ma ya casi llegamos?. Por eso tomé la decisión de ir a aeropuerto a recibir a Helena, por supuesto ella no sabía que yo iba estar ahí. Seamos realistas, me dije en el bus que me llevaba a El Dorado, hay muchas posibilidades de que ella me vea y le diga a alguno de sus asistentes que quiere conocerme, de que me lleve a su hotel, de que hablemos toda la noche y de que yo pueda contarle mientras se duerme todos los planes que tengo para nosotros. Tú puedes separarte del grupito ese y empezar a cantar sola mis canciones. Imagínate, yo acompañándote con el piano, le diría. La salida de los vuelos internacionales estaba llena de mocosos, yo claro, hice lo posible para no confundirme con ellos y hacer notoria la diferencia. Ajá, nada de mezclarse. La espera se prolongó y yo poco a poco me puse al frente, donde ella pudiera verme. Cuando apareció por la puerta usaba una gorra, tenía ojeras de cansancio, nada de maquillaje y pantalones anchos, estaba hermosa. Alzó la mirada, yo creo que me estaba buscando. Saludó a la gente, me miró por un instante, y yo con los ojos le dije que la necesitaba, después, siguió hacia una camioneta con vidrios polarizados. En el concierto tendría otra oportunidad. La multitud se dispersó rápidamente, yo preferí ir a orinar antes de irme.

¿Cómo supiste que llegaba hoy? Me preguntó Sofía cuando me la encontré saliendo del aeropuerto con un par de maletas. Ni siquiera me enteré de que te habías ido, respondí, ¿te digo algo?, últimamente he estado pensando mucho en ti.

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