Relojito Salcedo

Publicado en por Daniel Ramirez

"¡Tic-tac Relojito!, ¡tic-tac!" aulló el Pote Mejía desde el banco, mientras marcaba con las palmas el ritmo al que el jugador debía mover las manecillas. Claro, las manecillas. El Pote decía que el Relojito Salcedo no tenía piernas, sino manecillas, "Si no, no sería un reloj que da la hora exacta" le decía a todo el mundo.
El Relojito dio una mirada a la tribuna sin parar de estirarse. "Tic-tac" gritaba la gente señalando su reloj con el índice, y el brazo estirado hacía el centro de la cancha. "Tic-tac".
Hasta ese día, no el día del partido, sino el que el Pote Mejía vio a Nahúm Filemón Salcedo García -no le decíamos Relojito todavía- corriendo hacia la ferretería muy bien peinadito y con ropa nueva, apenas unos pocos se interesaban por el fútbol en el barrio. El mocoso iba por unas puntillas al trote y el Pote lo siguió con la mirada. Midió cada zancada, la forma en que Filemón movía los brazos y los gestos que hacía mientras andaba. Era perfecto. El Pote no vio otra cosa que elegancia, disposición para el juego fluido, facilidad. A decir verdad el niño corría chueco. En cada paso parecía que iba a descuadernarse y se notaba por encima que en la vida había pateado un balón. Nadie hubiera visto un crack en ese flacucho, además del Pote Mejía. Él de inmediato entendió que el chinp era como una hoja en blanco, limpiecita, en la que podía escribir todo el fútbol que tenía en la cabeza. ¿Cuánto? Mucho. Muchísimo. Tanto fútbol como se pueda aprender viéndolo día y noche, leyendo cuanto libro del tema se tenga a la mano, haciendo anotaciones de las cualidades y flaquezas de cada jugador conocido, analizando lo bueno y lo malo de todos movimientos posibles dentro de la cancha. Esa mañana y sin darle muchas vueltas, Mejía decidió enseñarle a jugar al niño que corría chueco, inyectarle el fútbol en las venas, y modelarlo a su antojo para que fuera -si yo sé que va a sonar demasiado romántico pero qué le vamos a hacer- el mejor de todos.
Siendo francos, el Pote era el mejor tutor que cualquier jugador pudiera tener y el tipo que más conocía de balompié en todo el país, más que los periodistas y dirigentes, y más que la mitad de los técnicos que cobran millones en las mejores ligas del mundo. De lejos era el único director técnico capaz de ponerle orden a la selección nacional y llevarla a un mundial otra vez. Lástima que nadie lo sabía, ni él mismo. De ahí que únicamente dirigió un equipo en toda su carrera: el Plateados F.C., el que conformó con pelaos de todo el barrio, para que Filemón tuviera en donde jugar de delantero. Eso sólo después de los años en los que se gastó los ahorros de paciencia que había acumulado toda su vida, buscando que el chino le cogiera cariño al balón, porque al comienzo lo miraba con desconfianza y lo golpeaba con timidez. A punta de coscorrones el Pote logró que lo pisara, que gambeteara a un lado y al otro, que levantara la cabeza para decidir qué hacer, que aprendiera a moverse por toda la cancha, que jugara con gusto y bonito. Dándole plenamente la razón a aquello de que “con la práctica se domina la técnica” que dijo no sé quien, Filemón consiguió moverse mejor que los jugadores que tenían talento innato, tan diferentes a él, moldeado de la nada por el pulso del Pote.

“Tiiiiiiiiiiiiiiiic-taaaaaaaaaaac. Tiiiiiiiiiiiiiiiic-taaaaaaaaaaac. No te nos vayas a atrasar Relojito. Pote, dale cuerda a ese Reloj, harta cuerda que le dure hasta mañana”. El canto de Juan Ramón Cortés, o el ‘Caruso del gol’ como él mismo se puso, obviamente sin medir las proporciones, hizo que las graderías marcaran el ritmo del segundero con más fuerza. Eso no distrajo al Relojito, que seguía calentando: picando un rato, y trotando el otro. Estaba acostumbrado a los gritos de los hinchas del Plateados desde que su puntualidad lo convirtió en una estrella del fútbol aficionado. ‘El Caruso’ desde el puesto de transmisión improvisado en su Renault 12 anaranjado, volvió a acercarse el micrófono a la boca, para darle gusto a la gente y narrar cómo Nahúm Filemón se convirtió en el Relojito Salcedo. A ese cuento era que le debía sus hinchas el equipo del Pote. La historia se puede resumir en que Filemón en sus cuatro primeros partidos hizo goles en los minutos 25 y 70. Si, todo fue casualidad, una casualidad que atrajo seguidores en un barrio en el que si acaso había dos balones de fútbol. Todos, incluyendo al Pote, tuvieron la certeza de que la puntualidad de Salcedo era un presagio de lo constante que iba a llegar a ser en su carrera deportiva, y si hay algo constante es un reloj, ¿o no?. Siempre hace Tic.tac, así se atrase un poquito.
En los encuentros que vinieron la puntualidad del Relojito Salcedo siguió impecable. Ya no metía dos en el 25 y 70, pero tuvo rachas de cinco juegos haciendo goles en el primer tiempo; dos, mandándola al fondo de la red tres veces, un juego si y otro no empujándola de cabeza. Y siempre el Caruso y el Pote lograban encontrarle alguna periodicidad a las actuaciones del Relojito. Desde eso Mejía cogió la costumbre de poner todas las noches los guayos del pelao junto a un reloj para que descansaran al ritmo del Tic-tac, y no perdieran el pulso.
El Plateados ya estaba en la cancha esperando a su rival, mientras, Relojito Salcedo se metió la camiseta entre la pantaloneta, y se acomodó la cinta de capitán para que no se fuera a soltar con el trajín. La gente estaba tan emocionada como siempre acordándose sólo de las victorias. Ajá, los Plateados también perdían y con alguna frecuencia, con Reloj abordo y todo, y a pesar de ser un equipazo orgullo del Pote y cómplice perfecto de su Opera Prima, quien para su pesar no había podido superar un defecto.
"Mi única frustración con el Reloj es que no he logrado que se vuelva hincha" le confesó melancólico el Pote a su esposa una noche, cuando ya estaban acostados. "Si, le gusta el fútbol, y hay cracks a los que admira, pero ningún equipo le roba el corazón. Ajá, estoy seguro. Le he repetido hasta el cansancio que si no es uno de acá, que busque uno extranjero, pero nada, nada de nada. En últimas a mi no me importaría que fuera un equipo grande o chico". Es que esas cosas no pueden enseñarse, y eso mantenía preocupado al Pote. Él estaba convencido de que un jugador que no sabe lo que siente un hincha, no disfruta el juego del todo. "NI siquiera le gusta Millos, el mejor equipo del mundo y sus alrededores mija, figúrese". 

“¡Que grite todo el que sea Plateadoooooo, porque ahí se vienen el rival: los Leones!” anunció Caruso sin respirar, “Ojala que cuando escuchen el Tic-tac del Relojito no sean capaces ni de hacer miau”. Los Leones salieron a la cancha y al Relojito le temblaron las piernas, no de nervios. La sacudida le subió al estómago y se le aceleró el corazón, empezó a respirar disparejo. La casaca carmesí de los once que tenía en frente lo hipnotizó, y fue incapaz de dejar de mirarla. Sin darse cuenta ganó el sorteo y escogió cancha. Lo que sintió en ese momento no podía igualarse ni siquiera con la emoción del primer gol de tiro libre que hizo. Fue amor a primera vista. Relojito quiso esa camiseta como si la conociera de toda la vida, como si hubiera festejado por ella cientos de veces. Sin que se diera cuenta el balón le pasó por el lado. Los llamados de atención de sus compañeros no surtieron efecto. El Reloj estaba atolondrado. No le cupo duda: estaba enamorado. En sus ojos se reflejaba la bandera roja con un león dorado de fauces abiertas en el centro. Sintió ganas de arroparse con ella y meterse en la tribuna a cantar. El rugido en su corazón lo estremeció. Él era un león que se había encontrado con su manada sorpresivamente. Un pitazo profundo lo sacó de su trance. Cuando miró a su lado, un león estaba tirado en el suelo a causa de un patadón plateado. Ansioso el Pote se metió a la cancha, y fue directo a donde estaba Relojito. “¡Muévete, búscala!. Quiero ver andar esas manecillas No te vayas a atrasar justo hoy. Por mí”. El pito puso a rodar el balón otra vez. Las palabras del Pote calaron profundo en el delantero. Casi pudo sentir los coscorrones. Cuando cogió la pelota empezó a moverla como sabía, con una amargura que casi le hace salir lágrimas. Un león gambeteando leones, y buscando herirlos de un derechazo. La tribuna contuvo la respiración cuando salió el zapatazo que finalmente se estrelló en la raíz del palo. El Relojito Salcedo no quiso ver, no pudo ver. El alma volvió al cuerpo del Pote, por fin el muchacho había encontrado el paso, y hacía tic-tac como siempre. Después de un saque de banda un león se desbordó por la derecha, Relojito fue en barrida pero el felino saltó, hizo una pared y mordiendo el área centró, el balón fue cazado en el área por una melena y se fue hasta el fondo. “No pasa nada señores, un gol no es nada cuando el Relojito es de los nuestros” animó el Caruso a la tribuna desinflada que cayó sentada después del golpe. “Que golazó” pensó el Relojito y empezó a saltar por dentro. El grito retenido casi le hace estallar los pulmones. Rumbo a la charla de medio tiempo Relojito tuvo que apretar la boca para no dejar ver la sonrisa que salía de corazón. Iba obnubilado echándose agua en la cara, tanto que no escuchó la charla del Pote a pesar de ir dirigida a él, solo recordó el “no te vayas a atrasar”. En el segundo tiempo los Plateados encimaron, tuvieron unas seis o siete llegadas estériles, que animaron a la tribuna. Las manecillas del Relojito estaban jugándose un partidazo, mientras su corazón hacía fuerza para que la pelota no entrara. “Aguanten que vamos ganando” suplicó entre dientes a los Leones. Sobre la línea bajó el balón con el pecho, y centró hacía atrás. Un plateado entró al área y desenfundó un cañonazo. Un león se barrió y, sin tocarlo, le movió la pelota, con lo que el atacante cayó al suelo, y aprovechando se revolcó un rato. La mano del arbitro señalando el penalti fue como un una lanza que atravesó el vientre del Relojito, era él quien siempre cobraba. Con el balón en el punto blanco Relojito Salcedo tomó impulsó, venciendo la ganas de salir corriendo. Miró al Pote que con sus dedos simulaba unas manecillas y no fue capaz de levantar la cabeza cuando empezó la carrera para pegarle al balón. Desde ahí el Relojito no sabía fallar. Le pegaba secó y colocado, siempre el arquero tenía que sacarla del fondo. Suspiró y le dio con toda sus fuerzas, engañando al arquero león que se estiró hacia el lado contrario. Sin duda un cobro a sangre fría, como de profesional. El balón fue ceñido al poste, tanto que lo tocó, desviándolo de la red. Giró por la línea hasta que el portero se le echó encima, asesinando cualquier posibilidad plateada. Aunque el fue un cobro perfecto no quiso entrar. Relojito quiso abrazar al arquero igual que los demás leones. Pitazo final 1-0 ganaron los leones. “Aun no se nos traza el Relojito” comentó el Caruso con a voz cortada, “peleó con toda, pero el viento le jugó una mala pasada desviándole un balón que tenía rótulo de gol. Tiiiiiiiiiiiiiiiic-taaaaaaaaaaac. Tiiiiiiiiiiiiiiiic-taaaaaaaaaaac. No te nos vayas a atrasar nunca Relojito. Arriiiiiiiiiiiba Plateados”. 
El Relojito fue a buscar al otro capitán, le estrechó la mano con la misma emoción que lo hizo el Pote años atrás, cuando tuvo enfrente a Alejandro Brand. “¿Me cambia la camiseta?”, preguntó tembloroso. El león se quitó la carmesí y el Reloj la plateada. Sin importarle que estuviera sudada se la puso, con la sangre golpeándole el cuello de la emoción. Era el símbolo de su primer y único amor: los Leones. No pudo esperar para verse de rojo, era un Relojito carmesí. Era la alegría del hincha que se pone los colores de su equipo.

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